-Mi tía -continuó-, a quien ya conoce, estaba presente. ¡Gusto le dio verle conmigo! Werther, ayer por la noche y esta mañana he tenido que sufrir un sermón por ser su amiga y me he visto forzada a oír que lo insultaban, que lo humillaban, sin poder defenderlo, sin atreverme a hacerlo más que a medias.
Cada palabra que decía era una espada que cruzaba mi corazón. Sin entender el bien que me hubiera hecho al ocultar todas estas cosas, siguió diciendo lo que de mí se había dicho y quiénes se enorgullecieron del triunfo, celebrando que se había castigado mi orgullo y mi desprecio hacia los demás, cosas que hace tiempo me reprochan.
¡Y oírlo todo de ella, Guillermo; oírlo de ella, cuyo afecto para mí es verdadero y hondo! Quedé anonadado y todavía crece la ira en mi pecho. Quisiera que alguno de ellos tuviera el valor de pronunciar una palabra delante de mí, para atravesarle parte por parte con mi espada. Me calmaría si viera correr la sangre. ¡Ah!, más de cien veces he tomado un cuchillo para acabar con mi asfixia. Dicen que hay una noble raza de caballos que enardecidos y cansados al extremo, se muerden por instinto una vena para respirar con más facilidad. Muchas veces estoy en este caso; querría abrirme una vena que me diera la libertad infinita.
En un abrir y cerrar de ojos, todo cambia para mí. A veces, un agradable rayo de la vida arroja una vislumbre, una media claridad en la oscuridad de mi alma y desaparece al momento. Si me pierdo en mis sueños, no puedo sino detenerme en este pensamiento: “Si se muriera Alberto… tú serías… ella sería… Y yo…” Entonces me echo a correr, persigo a un fantasma, hasta que me conduce al borde del abismo cuya vista me estremece.
Si salgo de la ciudad y me encuentro en ese camino que seguí la primera vez para ir a buscar a Carlota y llevarla al baile, ¡cuán cambiado luce todo a la vista! ¡Todo se ha desvanecido! Ya no queda ni un rasgo de ese mundo que ha pasado, ni una emoción de los sentimientos que entonces me agitaron. Soy semejante a la sombra de un príncipe con poder, que al salir de la tumba para ver de nuevo el lujoso palacio que para su amado hijo construyó y alhajó con todo el esplendor y magnificencia, no encuentra más que escombros, tristes ruinas llenas de polvo y sepultadas bajo cenizas.
Texto III
22 de noviembre
Al dirigir mis ruegos a Dios, no puedo decir: “¡Consérvamela!” Y, sin embargo, hay momentos en que creo que es de mi posesión. Tampoco puedo decir: “¡Dámela!”, porque es de otro. Así es como me agito sin cesar sobre mi lecho de dolor. Si me dejara llevar por el impulso, ensartaría una serie infinita de antítesis.
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