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lunes, 16 de mayo de 2011

The wild one

1. Ve esta escena cinematográfica y haz una lista similar con las cosas que te gustan.



2. Lee ahora este fragmento y di explica qué le gusta a Holden y por qué.

¡Dios mío, Phoebe! ¡No puedo explicártelo! No aguantaba Pencey, pero no puedo explicarte por qué. Phoebe dijo algo pero no pude entenderla. Tenía media boca aplastada contra la almohada y no la oía. —¿Qué? —le dije—. Saca la boca de ahí. No te entiendo. —Que a ti nunca te gusta nada. Aquello me deprimió aún más. —Hay cosas que me gustan. Claro que sí. No digas eso. ¿Por qué lo dices? —Porque es verdad. No te gusta ningún colegio, no te gusta nada de nada Nada. —¿Cómo que no? Ahí es donde te equivocas. Ahí es precisamente donde te equivocas. ¿Por qué tienes que decir eso? —le dije. ¡Jo! ¡Cómo me estaba deprimiendo! —Porque es la verdad. Di una sola cosa que te guste. —¿Una sola cosa? Bueno. Lo que me pasaba es que no podía concentrarme. A veces cuesta muchísimo trabajo. —¿Una cosa que me guste mucho? —le pregunté. No me contestó. Estaba hecha un ovillo al otro lado de la cama, como a mil millas de distancia. —Vamos, contéstame —le dije—. ¿Tiene que ser una cosa que guste mucho, o basta con algo que me guste un poco? —Una cosa que te guste mucho. —Bien —le dije. Pero no podía concentrarme. Lo único que se me ocurría eran aquellas dos monjas que iban por ahí pidiendo con sus cestas. Sobre todo la de las gafas de montura de metal. Y un chico que había conocido en Elkton Hills. Se llamaba James Castle y se negó a retirar lo que había dicho de un tío insoportable, un tal Phil Stabile. Un día había comentado con otros chicos que era un creído, y uno de los amigos de Stabile le fue corriendo con el cuento. Phil Stabile se presentó con otros seis hijoputas en su cuarto, cerraron la puerta con llave y trataron de obligarle a que retirara lo dicho, pero Castle se negó. Le dieron una paliza tremenda. No les diré lo que le hicieron porque es demasiado repugnante, pero el caso es que Castle siguió sin retractarse. Era un tío delgadísimo y muy débil, con unas muñecas que parecían lápices. Al final, antes de desdecirse, prefirió tirarse por la ventana. Yo estaba en la ducha y oí el ruido que hizo al caer, pero creí que había sido una radio, o un pupitre, o una cosa así, no una persona. Luego oí carreras por el pasillo y tíos corriendo por las escaleras, así que me puse la bata, bajé, y, tendido sobre la escalinata de la entrada, vi a James Castle. Estaba muerto. Todo alrededor había desparramados dientes y manchas de sangre y todo eso, y nadie se atrevía a acercarse siquiera. Llevaba puesto un jersey de cuello alto que yo le había prestado. A los chicos que le habían pegado no hicieron más que expulsarles. Ni siquiera los metieron en la cárcel. Pues no se me ocurría nada más. Sólo las dos monjas con las que había hablado durante el desayuno y ese chico que había conocido en Elkton Hills. Lo más curioso es que a James Castle le había conocido poquísimo. Era un tío muy callado.

3. ¿Puedes entender la mentalidad de Holden? ¿A qué se debe su desencanto? ¿Podrías hacer una lista, a la manera de Amelie, de cosas que le gustarían a Holden? ¿Qué opinas de esa actitud?

Vamos a establecer una comparación: ¿conoces esta película? Se han hecho mil versiones de la escena que vamos a ver.

A continuación, el protagonista mantiene una conversación con sus padres, en el transcurso de la cual intenta explicarse. Lo siento, pero no la he encontrado en español, aunque estoy segurísimo de que la entenderéis. ¿Qué harías tú en el lugar del personaje? ¿Qué crees que haría Holden?




4. Explica si tienen alguna relación con todo lo anterior los consejos del señor Antolini. Di en qué consisten esos consejos:

—No quiero asustarte —continuó—, pero te imagino con toda facilidad muriendo noblemente de un modo o de otro por una causa totalmente inane. Me miró de una forma muy rara y dijo:
—Si escribo una cosa, ¿la leerás con atención?
—Claro que sí —le dije. Y así lo hice. Aún tengo el papel que me dio. Se acercó a un escritorio que había al otro lado de la habitación y, sin sentarse, escribió algo en una hoja de papel. Volvió con ella en la mano y se instaló a mi lado.
—Por raro que te parezca, esto no lo ha escrito un poeta. Lo dijo un
sicoanalista que se llamaba Wilhelm Stekel. Esto es lo que... ¿Me sigues?
—Sí, claro que sí.
—Esto es lo que dijo: «Lo que distingue al hombre insensato del sensato es que el primero ansia morir orgullosamente por una causa, mientras que el segundo aspira a vivir humildemente por ella.»

Se inclinó hacia mí y me dio el papel. Lo leí y me lo metí en el bolsillo. Le agradecí mucho que se molestara, de verdad. Lo que pasaba es que no podía concentrarme. ¡Jo! ¡Qué agotado me sentía de repente! Pero se notaba que el señor Antolini no estaba nada cansado. Curda, en cambio, estaba un rato.

—Creo que un día de estos —dijo—, averiguarás qué es lo que quieres. Y entonces tendrás que aplicarte a ello inmediatamente. No podrás perder ni un solo minuto. Eso sería un lujo que no podrás permitirte.

Asentí porque no me quitaba ojo de encima, pero la verdad es que no le entendí muy bien lo que quería decir. Creo que sabía vagamente a qué se refería, pero en aquel momento no acababa de entenderlo. Estaba demasiado cansado.

—Y sé que esto no va a gustarte nada —continuó—, pero en cuanto descubras qué es lo que quieres, lo primero que tendrás que hacer será tomarte en serio el colegio. No te quedará otro remedio. Te guste o no, lo cierto es que eres estudiante. Amas el conocimiento. Y creo que una vez que hayas dejado atrás las clases de Expresión Oral y a todos esos Vicens...
—Vinson —le dije. Se había equivocado de nombre, pero no debí
interrumpirle.
—Bueno, lo mismo da. Una vez que los dejes atrás, comenzarás a acercarte —si ése es tu deseo y tu esperanza— a un tipo de conocimiento muy querido de tu corazón. Entre otras cosas, verás que no eres la primera persona a quien la conducta humana ha confundido, asustado, y hasta asqueado. Te alegrará y te animará saber que no estás solo en ese sentido. Son muchos los hombres que han sufrido moral y espiritualmente del mismo modo que tú. Felizmente, algunos de ellos han dejado constancia de su sufrimiento. Y de ellos aprenderás si lo deseas. Del mismo modo que alguien aprenderá algún día de ti si sabes dejar una huella. Se trata de un hermoso intercambio que no tiene nada que ver con la educación. Es historia. Es poesía.

Se detuvo y dio un largo sorbo a su bebida. Luego volvió a la carga. ¡Jo!
¡Se había disparado! No traté de pararle ni nada.

—Con esto no quiero decir que sólo los hombres cultivados puedan hacer una contribución significativa a la historia de la humanidad. No es así. Lo que sí afirmo, es que si esos hombres cultos tienen además genio creador, lo que desgraciadamente se da en muy pocos casos, dejan una huella mucho más profunda que los que poseen simplemente un talento innato. Tienden a
expresarse con mayor claridad y a llevar su línea de pensamiento hasta las últimas consecuencias. Y lo que es más importante, el noventa por ciento de las veces tienen mayor humildad que el hombre no cultivado. ¿Me entiendes lo que quiero decir?

—Sí, señor.

Permaneció un largo rato en silencio. No sé si les habrá pasado alguna vez, pero es muy difícil estar esperando a que alguien termine de pensar y diga algo. Dificilísimo. Hice esfuerzos por no bostezar. No es que estuviera aburrido —no lo estaba—, pero de repente me había entrado un sueño tremendo.

[...]

De pronto, sin previo aviso, bostecé. Sé que fue una grosería, pero no pude evitarlo. El señor Antolini se rió:

—Vamos —dijo mientras se levantaba—. Haremos la cama en el sofá.

Otros fragmentos para comentario.

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