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viernes, 29 de septiembre de 2017

La distancia de la luna





Hubo un tiempo, según Sir George H Darwin, en que la Luna estaba muy cerca de la Tierra. Las mareas fueron poco a poco empujándola lejos, esas mareas que ella, la Luna, provoca en las aguas terrestres y en las cuales la Tierra pierde lentamente energía.
 ¡Claro que lo sé –exclamó el viejo Qfwfq–, ustedes no pueden acordarse, pero yo sí. La teníamos siempre encima, a la Luna, desmesurada; en plenilunio –noches claras como de día, pero con una luz color manteca– parecía que iba a aplastarnos; en novilunio rodaba por el cielo como un paraguas negro llevado por el viento, y en cuarto creciente se acercaba con los cuernos tan bajos que parecía a punto de ensartar la cresta de un promontorio y quedarse allí anclada. Pero todo el mecanismo de las fases marchaba de una manera diferente de la de hoy, porque las distancias del Sol eran distintas, y las órbitas, y la inclinación de no recuerdo qué; además, eclipses, con Tierra y Luna tan pegadas, los había a cada rato, imagínense si esas dos bestias no iban a encontrar manera de hacerse continuamente sombra una a la otra.
[...] Las mareas, cuando la Luna estaba más baja, subían que no había quien las sujetara. Eran noches de plenilunio bajo bajo y de marea alta alta y si la Luna no se mojaba en el mar era por un pelo, digamos, por pocos metros. ¿Si nunca habíamos tratado de subirnos? ¡Cómo no! Bastaba llegar justo debajo con la barca, apoyar una escalera y arriba.
 El punto donde la Luna pasaba más bajo estaba en mar abierto, en los Escollos de Zinc. Ibamos en esas barquitas de remos que se usaban entonces, redondas y chatas, de corcho. Éramos varios: yo, el capitán Vhd Vhd, su mujer, mi primo el sordo y a veces la pequeña Xlthlx, que entonces tendría doce años. El agua estaba aquellas noches tranquilísima, plateada que parecía mercurio, y los peces, adentro, violetas, que no podían resistir a la atracción de la Luna y salían todos a la superficie, y también pulpos y medusas de color azafrán. Había siempre un vuelo de animalitos menudos –pequeños cangrejos, calamares y también algas livianas y diáfanas y plantitas de coral– que se despegaban del mar y terminaban en la Luna [...], o se quedaban allí en mitad del aire [...]
 Nuestro trabajo era así: en la barca llevábamos una escalera; uno la sostenía, otro subía y otro le daba a los remos hasta llegar debajo de la Luna; por eso teníamos que ser tantos (sólo he nombrado a los principales). El que estaba en la cima de la escalera, cuando la barca se acercaba a la Luna gritaba espantado: "¡Alto! ¡Alto! ¡Me voy a pegar un cabezazo!" Era la impresión que daba viéndola encima tan inmensa, tan erizada de espinas filosas y bordes mellados y dentados. Ahora quizá sea distinto, pero entonces la Luna [...] estaba cubierta de una costra de escamas puntiagudas. Al vientre de un pez se parecía y también el olor, por lo que recuerdo, era [...] como de salmón ahumado.
 En realidad, desde lo alto de la escalera se llegaba justo a tocarla extendiendo los brazos, de pie, en equilibrio sobre el último peldaño. Habíamos tomado bien las medidas [...]; en lo único que había que fijarse bien era en la forma de poner las manos. Yo elegía una escama que pareciera sólida (nos tocaba subir a todos, por turno, en tandas de cinco o seis), me agarraba con una mano, después con la otra e inmediatamente sentía que escalera y barca se me escapaban y el movimiento de la Luna me arrancaba a la atracción terrestre. Sí, la Luna tenía una fuerza que te arrastraba, lo sentías en aquel momento de paso entre una y otra; había que incorporarse de repente, con una especie de cabriola, aferrarse a las escamas, alzar las piernas para encontrarse de pie en el fondo lunar. Visto desde la Tierra parecías colgado cabeza abajo, pero para ti era la misma posición de siempre, y lo único extraño era, al alzar los ojos, verte encima la capa del mar luciente con la barca y los amigos patas arriba, balanceándose como un racimo de sarmiento.
 En aquellos saltos el que desplegaba un gran talento era mi primo el sordo. Sus toscas manos, apenas tocaban la superficie lunar (era siempre el primero que saltaba la escalera), se volvían de pronto suaves y seguras. Encontraban en seguida el punto a que debían agarrarse para izarse, y parecía que le bastaba la presión de las palmas para adherirse a la corteza del satélite. Una vez tuve realmente la impresión de que la Luna se le acercaba cuando él le tendía las manos.
 Igualmente hábil era en el descenso a Tierra, operación más difícil todavía. Para nosotros consistía en un salto en alto, lo más alto posible, con los brazos levantados (visto desde la Luna, porque visto desde la Tierra en cambio se parecía más a una zambullida, o a nadar en profundidad, con los brazos colgando), en fin, igual al salto desde la Tierra, sólo que ahora faltaba la escalera porque en la Luna no había nada donde apoyarla. Pero mi primo, en vez de echarse con los brazos adelante, se inclinaba sobre la superficie lunar con la cabeza hacia abajo como para una cabriola, y se ponía a dar saltos haciendo fuerza con las manos. Desde la barca lo veíamos de pie en el aire como si sostuviera la enorme pelota de la Luna y la hiciera rebotar golpeándola con las manos, hasta que sus piernas quedaban a nuestro alcance y conseguíamos atraparlo por los tobillos y bajarlo a bordo.
 Ahora me preguntarán ustedes qué diablos íbamos a hacer en la Luna, y les explico. Ibamos a recoger leche, con una gran cuchara y un balde. La leche lunar era muy densa, como una especie de requesón. Se formaba en los intersticios entre escama y escama por la fermentación de diversos cuerpos y sustancias de origen terrestre, procedentes de los prados y montes y lagunas que el satélite sobrevolaba. Se componía esencialmente de: jugos vegetales, renacuajos, asfalto, lentejas, miel de abejas, cristales de almidón, huevos de esturión, mohos, pollitos, sustancias gelatinosas, gusanos, resinas, pimienta, sales minerales, material de combustión. Bastaba meter la cuchara debajo de las escamas que cubrían el suelo costroso de la Luna para retirarla llena de aquel precioso lodo. No en estado puro, claro; las escorias eran muchas: en la fermentación (la Luna atravesaba extensiones de aire tórrido sobre los desiertos) no todos los cuerpos se fundían; algunos permanecían hincados allí: uñas y cartílagos, clavos [...] pedazos de loza, anzuelos de pescar, a veces hasta un peine. De modo que ese puré, después de recogido, había que descremarlo, pasarlo por un colador. Pero la dificultad no era ésa, sino cómo enviarlo a la Tierra. Se hacía así: cada cucharada se disparaba hacia arriba manejando la cuchara como una catapulta, con las dos manos. El requesón volaba y si el tiro era bastante fuerte iba a estrellarse en el techo, es decir, en la superficie marina. Una vez allí quedaba flotando y recogerlo desde la barca era fácil. También en estos lanzamientos mi primo el sordo desplegaba una particular habilidad; tenía pulso y puntería; con un golpe decidido conseguía centrar su tiro en un balde que le tendíamos desde la barca. En cambio yo a veces erraba el tiro; la cucharada no conseguía vencer la atracción lunar y me caía en un ojo.
 Todavía no les he dicho todo sobre las operaciones en que mi primo se destacaba. Aquel trabajo de exprimir leche lunar de las escamas era para él una especie de juego; en lugar de la cuchara a veces le bastaba meter debajo de las escamas la mano desnuda o sólo un dedo. No procedía con orden sino en puntos aislados, yendo de uno a otro a saltos, como si quisiera [...] hacerle cosquillas [a la Luna]. Y donde él metía la mano saltaba el chorro de leche como de las ubres de una cabra. Tanto que nos bastaba irle detrás y recoger con las cucharas la sustancia que aquí y allá hacía rezumar [...]  A veces mi primo apretaba, no con los dedos de la mano, sino –en un impulso bien calculado de sus saltos– con el dedo gordo del pie (subía a la Luna descalzo) y parecía que aquello fuera para él el colmo de la diversión[...]
  [El suelo de la Luna no era uniformemente escamoso, sino que mostraba zonas desnudas irregulares de una resbalosa arcilla pálida. Al sordo esos espacios suaves le daban antojos de cabriolas o de vuelos casi de pájaro, como si quisiera incrustarse en la pasta lunar con toda su persona. Como se iba alejando, en cierto momento lo perdíamos de vista.] En la Luna se extendían regiones que nunca habíamos tenido motivo o curiosidad de explorar, y allí desaparecía mi primo; y a mí se me había ocurrido que todas aquellas cabriolas y pellizcos en que se desahogaba delante de nuestros ojos sólo eran una preparación [...] a algo secreto que debía desarrollarse en las zonas ocultas.
 Un humor especial era el nuestro, en aquellas noches de los Escollos de Zinc, alegre pero un poco expectante, como si dentro del cráneo sintiéramos, en lugar del cerebro, un pez que flotara atraído por la Luna. Y así navegábamos haciendo música y cantando. La mujer del capitán tocaba el arpa; tenía brazos larguísimos, plateados aquellas noches como anguilas, y axilas oscuras y misteriosas como erizos marinos; y el sonido del arpa era [...] dulce y agudo [...]
 
 Medusas transparentes afloraban a la superficie marina, vibraban un poco, echaban a volar hacia la Luna ondulando. La pequeña Xlthlx se divertía atrapándolas en el aire, pero no era fácil. Una vez, al tender los bracitos para agarrar una, dio un pequeño salto y se encontró también suspendida. Como era flaquita le faltaban algunas onzas para que la gravedad la devolviera a la Tierra venciendo la atracción lunar, así que volaba entre las medusas colgando sobre el mar. De pronto se asustó, se echó a llorar; después se rió y se puso a jugar atrapando al vuelo crustáceos y pececitos, llevándose algunos a la boca y mordisqueándolos. Nosotros navegábamos siguiéndola; la Luna corría [...] arrastrando aquel enjambre de fauna marina por el cielo, y una cola de algas ensortijadas, y la niña suspendida en el medio. Xlthlx tenía dos trencitas delgadas que parecían volar por su cuenta, tendidas hacia la Luna; pero entre tanto pataleaba [...] como si quisiera combatir aquel influjo, y los calcetines –había perdido las sandalias en el vuelo– se le escurrían de los pies y colgaban atraídos por la fuerza terrestre. Nosotros subidos a la escalera tratábamos de agarrarlos.
 Aquello de ponerse a comer los animalitos suspendidos había sido una buena idea; cuanto más aumentaba el peso de Xlthlx, más bajaba hacia la Tierra; además, como entre aquellos cuerpos suspendidos el suyo era el de mayor masa, moluscos y algas y plancton empezaron a gravitar sobre ella y en seguida la niña quedó cubierta de minúsculas cáscaras [...], caparazones [...], y [...] hierbas marinas. Y cuanto más se perdía en esa maraña, más iba librándose del influjo lunar, hasta que rozó la superficie del agua y se zambulló.
 Remamos rápido para recogerla y socorrerla; su cuerpo estaba imantado y tuvimos que esmerarnos para quitarle todo lo que se le había incrustado. Corales tiernos le envolvían la cabeza, y del pelo, cada vez que pasaba el peine, llovían anchoas y camarones; los ojos estaban tapados por caparazones de lapas que se pegaban a los párpados con sus ventosas; tentáculos de sepias se enroscaban alrededor de los brazos y el cuello; la chaquetita parecía entretejida sólo de algas y de esponjas. Le quitamos lo más gordo; y durante semanas ella siguió despegándose mejillones y conchillas, pero la piel marcada [...] le quedó para siempre bajo la apariencia [...] de un sutil polvillo de lunares.
 
 Así de disputado era el espacio entre Tierra y Luna por los dos influjos que se equilibraban. Diré más: un cuerpo que bajaba a Tierra desde el satélite permanecía por algún tiempo cargado de fuerza lunar y se negaba a la atracción de nuestro mundo. Incluso yo, a pesar de ser alto y gordo, cada vez que había estado allá tardaba en acostumbrarme de nuevo al arriba y al abajo terrestres, y los amigos tenían que atraparme por los brazos y retenerme a la fuerza [...]
 –¡Agárrate! ¡Agárrate fuerte a nosotros!'–me gritaban, y yo en aquel braceo a veces terrninaba por aferrar un pecho de la señora Vhd Vhd, que los tenía redondos y macizos, y el contacto era bueno y seguro; ejercía una atracción igual o más fuerte que la de la Luna, sobre todo si en mi bajada de cabeza conseguía con el otro brazo ceñirle las caderas; y así pasaba de nuevo a este mundo y caía de golpe en el fondo de la barca, y el capitán Vhd Vhd para reanimarme me arrojaba encima un cubo de agua.
 Así empezó la historia de mi enamoramiento de la mujer del capitán, y de mis sufrimientos. Porque no tardé en notar a quién se dirigían las miradas más tercas de la señora: cuando las manos de mi primo se posaban seguras en el satélite, yo le clavaba la vista y en su mirada leía los pensamientos que aquella confianza entre el sordo y la Luna le iba despertando, y cuando él desaparecía en sus misteriosas exploraciones lunares veía que se inquietaba, estaba como sobre ascuas y entonces todo me resultaba claro: cómo la señora Vhd Vhd se iba poniendo celosa de la Luna y yo celoso de mi primo. Tenía ojos de diamante la señora Vhd Vhd, llameaban cuando miraba la Luna, casi en desafío, como si dijera: "¡No lo conseguirás!" Y yo me sentía excluido.
 De todo esto el que menos se daba por enterado era el sordo. Cuando le ayudábamos a bajar tirándole –como ya les he explicado– de las piernas, la señora Vhd Vhd perdía todo recato prodigándose, echándole encima el peso de su persona, envolviéndolo en sus largos brazos plateados; yo sentía una punzada en el corazón (las veces que yo me agarraba a ella, su cuerpo era dócil y amable, pero no se echaba hacia adelante como con mi primo), mientras él parecía indiferente, perdido todavía en su arrobamiento lunar.
 Yo miraba al capitán, preguntándome si también él notaba el comportamiento de su mujer; pero ninguna expresión pasaba jamás por aquella cara roja de salitre[...] Como el sordo era siempre el último en despegarse de la Luna, su descenso era la señal de partida para las barcas. Entonces, con un gesto insólitamente amable, Vhd Vhd recogía el arpa del fondo de la barca y la tendía a su mujer. Ella estaba obligada a tomarla y a sacar algunas notas. Nada podía separarla más del sordo que el sonido del arpa. Yo empezaba a entonar aquella canción melancólica que dice: "Flotan flotan los peces lucientes y los oscuros se van al fondo..." y todos, menos mi primo, me hacían coro.
 
 
 Todos los meses, apenas había pasado el satélite, el sordo volvía a su aislado desapego de las cosas del mundo; sólo la cercanía del plenilunio lo despertaba. Aquella vez yo me las había ingeniado para no formar parte de los que subían y quedarme en la barca, junto a la mujer del capitán. Y apenas mi primo había trepado a la escalera, la señora Vhd Vhd dijo:
 –¡Hoy quiero ir yo también allá arriba!
 Nunca había ocurrido que la mujer del capitán subiera a la Luna. Pero Vhd Vhd no se opuso, al contrario, casi la levantó en vilo poniéndola en la escalera, exclamando: –¡Pues anda!– y todos empezamos a ayudarla y yo la sostenía de atrás, y la sentía en mis brazos redonda y suave, y para empujarla apretaba contra ella las palmas y la cara, y cuando la sentí subirse a la esfera lunar me dio tanta congoja aquel contacto perdido, que traté de irme tras ella deciendo:
 
 –¡Yo también voy un rato arriba a echar una mano!
 
 Algo [...] me detuvo.
 
 –Tú te quedas aquí, que también hay que hacer –me ordenó, sin levantar la voz, el capitán Vhd Vhd.
 Las intenciones de cada uno ya eran claras en aquel momento. Y sin embargo yo no entendía[...] Claro que la mujer del capitán había alimentado largamente el deseo de apartarse allá arriba con mi primo (o por lo menos, de no dejar que él se apartase solo con la Luna), pero probablemente su plan tenía un objetivo más ambicioso[...]: esconderse juntos allá arriba y quedarse en la Luna un mes. Pero puede ser que mi primo, como era sordo, no hubiese entendido nada de lo que ella había tratado de explicarle, o que directamente no se hubiera dado cuenta siquiera de ser objeto de los deseos de la señora. ¿Y el capitán? No esperaba más que liberarse de su mujer [...] y entonces comprendimos por qué no había hecho nada por retenerla. ¿Pero sabía él desde el principio que la órbita de la Luna se iba agrandando?
 
 
 Ninguno de nosotros podía sospecharlo. El sordo, quizá únicamente el sordo: de la manera larval en que sabía las cosas, había presentido que aquella noche le tocaba despedirse de la Luna. Por eso se escondió en sus lugares secretos y sólo reapareció para volver a bordo. Y fue inútil que la mujer del capitán lo siguiera: vimos que atravesaba la extensión escamosa varias veces, a lo largo y a lo ancho, y de golpe se detuvo mirando a los que habíamos permanecido en la barca, casi a punto de preguntarnos si lo habíamos visto.
 Claro que había algo insólito aquella noche. La superficie del mar, aunque tensa como siempre que había plenilunio y hasta casi arqueada hacia el cielo, ahora parecía relajarse, floja, como si el imán lunar no ejerciera toda su fuerza. Y sin embargo no se hubiera dicho que la luz era la misma de los otros plenilunios [...] Hasta los compañeros, arriba, debieron de darse cuenta de lo que estaba sucediendo, pues alzaron hacia nosotros ojos despavoridos. Y de sus bocas y las nuestras, en el mismo momento, salió un grito:
 –¡La Luna se aleja!
 Todavía no se había apagado este grito cuando en la Luna apareció mi primo corriendo. No parecía asustado, ni siquiera sorprendido; posó las manos en el suelo para la cabriola de siempre, pero esta vez después de lanzarse al aire se quedó allí, suspendido, como ya le había sucedido a la pequeña Xlthlx, dio volteretas por un momento entre Luna y Tierra, se puso cabeza abajo y con un esfuerzo de los brazos como el que nadando debe vencer una corriente, se dirigió, con insólita lentitud, hacia nuestro planeta.
 Desde la Luna los otros marineros se apresuraron a seguir su ejemplo. Ninguno pensaba en hacer llegar a la barca la leche recogida, ni el capitán los amonestaba por eso. Ya habían esperado demasiado, la distancia era ahora difícil de atravesar; por más que trataban de imitar el vuelo o la natación de mi primo, se quedaron gesticulando, suspendidos en medio del cielo. –¡Aprieten filas, imbéciles, aprieten filas! –gritó el capitán. A su orden, los marineros trataron de reagruparse, de juntarse, de pujar todos juntos para llegar a la zona de atracción terrestre, hasta que de pronto una cascada de cuerpos se zambulló en el mar.
 Ahora las barcas remaban para recogerlos. –¡Esperen! ¡Falta la señora! –grité. La mujer del capitán también había intentado el salto pero había quedado suspendida a pocos metros de la Luna y movía los brazos plateados en el aire. Me trepé a la escalerilla y en el vano intento de ofrecerle un asidero le tendía el arpa. –¡No llego! ¡Hay que ir a buscarla! –y traté de lanzarme blandiendo el arpa. Sobre mí, el enorme disco lunar no parecía ya el mismo de antes, tanto se había achicado, y ahora se iba contrayendo cada vez más [...] y el cielo se abría como un abismo en cuyo fondo las estrellas se iban multiplicando y la noche se volcaba sobre mí como un río de vacío, me inundaba de zozobra y de vértigo.
 "¡Tengo miedo! –pensé–. ¡Tengo demasiado miedo para tirarme! ¡Soy un cobarde!" y en aquel momento me tiré. Nadaba por el cielo furiosamente, tendía el arpa hacia ella, y ella en vez de venir a mi encuentro se volvía sobre sí misma mostrándome ya la cara, ya el trasero.
 –¡Unámonos! –grité, y ya la alcanzaba y la aferraba por la cintura y enlazaba mis miembros con los suyos–. ¡Unámonos y caigamos juntos! –y concentraba mis fuerzas en unirme más estrechamente a ella, y mis sensaciones en gustar la plenitud de aquel abrazo. Tanto que tardé en darme cuenta de que estaba arrancándola de su estado de suspensión, pero para hacerla caer en la Luna. ¿No me di cuenta? ¿O ésta había sido desde el principio mi intención? Todavía no había conseguido formular un pensamiento y ya un grito irrumpía de mi garganta: –¡Yo soy el que se quedará contigo un mes! –y– ¡Sobre ti! –gritaba en mi excitación–: ¡Yo sobre ti un mes! –y en aquel momento la caída en el cielo lunar había disuelto nuestro abrazo, nos había hecho rodar a mí aquí y a ella allá entre las frías escamas.
 Alcé los ojos como cada vez que tocaba la corteza de la Luna, seguro de encontrar encima de mí el nativo mar como un techo desmesurado, y lo vi, sí, lo vi esta vez, ¡pero [...] qué pequeñas parecían las barcas e irreconocibles las caras de los compañeros y débiles sus gritos! Me llegó un sonido poco distante: la señora Vhd Vhd había encontrado su arpa y la acariciaba insinuando [...] un llanto.
 
 
 Comenzó un largo mes. La Luna giraba lenta en torno a la Tierra. En el globo suspendido veíamos no ya nuestra orilla familiar sino [...] océanos profundos como abismos, y desiertos [..] y continentes de hielo, y selvas [...] y las paredes de roca de las cadenas montañosas [...] y ciudades[...] y reinos de arcilla y fango y [...] llanuras tan igualmente vastas y densas y tupidas que no se diferenciaban.
 Debía haber sido feliz: como en mis sueños, estaba solo con ella [...] un mes de días y noches lunares se extendía ininterrumpido delante de nosotros, la corteza del satélite nos nutría con su leche de sabor ácido y familiar, nuestra mirada se alzaba hacia el mundo donde habíamos nacido[...], explorado en paisajes jamás vistos por ningún terráqueo, o contemplaba las estrellas más allá de la Luna, grandes como frutas de luz maduras [...] y todo superaba las esperanzas más luminosas, y en cambio, en cambio era el exilio.
 No pensaba más que en la Tierra. [...] aquí arriba, arrancado de la Tierra, era como si yo no fuese yo, ni ella para mí ella. Estaba ansioso por volver a la Tierra, y temblaba de miedo de haberla perdido. El cumplimiento de mi sueño de amor había durado sólo el instante en que nos habíamos unido rodando entre Tierra y Luna; privado de su suelo terrestre, mi enamoramiento sólo conocía ahora la nostalgia desgarradora de aquello que nos faltaba: [...] ¿Y ella? Al preguntárselo estaba dividido en mis temores. Porque si también ella sólo pensaba en la Tierra, podía ser una buena señal[...] En cambio, nada. No alzaba jamás la mirada al viejo planeta, andaba pálida [...] murmurando y acariciando el arpa, como ensimismada en su [...] condición lunar. ¿Era señal de que había vencido a mi rival? No; había perdido; una derrota desesperada. Porque ella había comprendido que el amor de mi primo era sólo para la Luna, y lo único que quería ella ahora era convertirse en Luna [...]
 
 
 
 
 
Cuando la Luna completó su vuelta del planeta, nos encontramos de nuevo sobre los Escollos de Zinc. Con estupor los reconocí: ni siquiera en mis más negras previsiones me había esperado verlos tan empequeñecidos por la distancia. En aquel mar como un charco los compañeros habían vuelto a navegar sin la escalera ahora inútil, pero desde las barcas se alzó como una selva de largas lanzas con un arpón o garfio en la punta, quizá con la esperanza de raspar todavía un poco del último requesón lunar y quizá de tendernos a nosotros, pobres desgraciados de aquí arriba, alguna ayuda.
 Pero en seguida se vio claramente que no había pértiga bastante larga para alcanzar la Luna, y cayeron, ridículamente cortas, humilladas, para flotar en el mar; y alguna barca en aquel desbarajuste perdió el equilibrio y se volcó. Pero justo entonces desde otra embarcación empezó a levantarse una más larga, arrastrada hasta allí al ras del agua; debía de ser de bambú, de muchas y muchas cañas de bambú encajadas una en otra, y para levantarla había que andar despacio a fin de que –fina como era– las oscilaciones no la despedazaran, y manejarla con gran fuerza y destreza para que el peso totalmente vertical no hiciera perder el equilibrio a la barquita.
 Y sí: era evidente que la punta de aquella asta tocaría la Luna, y la vimos rozar y hacer presión en su suelo escamoso, apoyarse allí un momento, dar casi un pequeño empujón, incluso un fuerte empujón que la hacía alejarse de nuevo, y después volver a golpear en aquel punto como de rebote, y de nuevo alejarse. Y entonces lo reconocí, [...] reconocimos a mi primo, no podía ser sino él, él que jugaba su último juego con la Luna, una artimaña de las suyas, con la Luna en la punta de la caña como si la sostuviera en equilibio. Y comprendimos que su destreza no apuntaba a nada, no pretendía alcanzar ningún resultado práctico, incluso se hubiera dicho que iba empujando a la Luna, que favorecía su alejamiento, que la quería acompañar en su órbita más distante. Y también esto era de él, de él que no sabía concebir deseos contrarios a la naturaleza de la Luna y a su curso y su destino, y si la Luna ahora tendía a alejarse, pues él gozaba de este alejamiento como había gozado hasta entonces de su cercanía.
 ¿Qué debía hacer, frente a esto, la señora Vhd Vhd? Sólo en aquel instante mostró hasta qué punto su enamoramiento del sordo no había sido un capricho frívolo sino un voto sin recompensa. Si lo que mi primo amaba ahora era la Luna lejana, ella permanecería lejana, en la Luna. Lo intuí viendo que no daba un paso hacia el bambú, sino que sólo dirigía el arpa hacia la Tierra alta en el cielo, pellizcando las cuerdas. Digo que la vi, pero en realidad sólo de reojo apresé su imagen, porque apenas el asta tocó la corteza lunar, yo salté para aferrarme a ella, y ya, rápido como una serpiente, trepaba por los nudos del bambú, subía a fuerza de rodillas, liviano en el espacio enrarecido, impulsado como por una fuerza de la naturaleza que me ordenaba volver a la Tierra, olvidando el motivo que me había llevado arriba, o quizá más consciente que nunca de él y de su final desafortunado, y en el escalamiento de la pértiga ondulante había llegado ya al punto en que no necesitaba hacer esfuerzo alguno sino sólo dejarme deslizar cabeza abajo atraído por la Tierra, hasta que en esa carrera la caña se rompió en mil pedazos y yo caí al mar entre las barcas.
 Era el dulce retorno, la patria recobrada, pero mi pensamiento sólo era de dolor por haberla perdido, y mis ojos apuntaban a la Luna por siempre inalcanzable, buscándola. Y la vi. Estaba allí donde la había dejado, tendida en una playa justo sobre nuestras cabezas, y no decía nada. Era del color de la Luna; apoyaba el arpa en su costado, y movía una mano en arpegios lentos y espaciados. Se distinguía bien la forma del pecho, de los brazos, de las caderas, así como la recuerdo todavía, como aún ahora que la Luna se ha convertido en ese circulito chato y lejano, sigo buscándola siempre con la mirada, apenas asoma el primer gajo en el cielo, y cuanto más crece más me imagino que la veo, ella o algo de ella pero sólo ella, en cien, en mil posturas diversas, ella por la que es Luna la Luna y que en cada plenilunio hace aullar a los perros toda la noche y a mí con ellos.
Las cosmicómicas (1965) 
Trad.: Angel Sánchez-Gijón
 
 
novilunio plenilunio  


 
La obra “Las Cosmicómicas”, de Italo Calvino, una magnífica colección de cuentos escritos en clave de humor, está  basada en conceptos y teorías científicas, algunas ya obsoletas, sobre el universo y la evolución. El narrador es siempre  Qfwfq, que es tan viejo como el universo y es capaz de tomar mil formas distintas, pudiendo así contar de primera mano detalles sobre los hitos de la historia del universo y de nuestro planeta. 
Una de sus historias, “La distancia de la Luna”, se sitúa en tiempos remotos, cuando supuestamente, la Luna y la Tierra estaban mucho más cerca, y nos narra las aventuras de un grupo de amigos, que aprovechando la marea alta, se acercaban con un bote y trepaban por una escalera al satélite terrestre para recoger “leche lunar” con ayuda de cubos y palas. 
 
Esta vez, el viejo Qfwfq nos remite a la “hipótesis de fisión”, de Sir George Howard Darwin, astrónomo inglés hijo de Charles Darwin, que planteó en 1879 que la luna se formó por el desprendimiento de un “trozo” de una joven  tierra, girando entonces a una velocidad muchísimo mayor, y por efecto de la fuerza centrífuga y de la atracción ejercida por el sol. La tierra se habría deformado alargándose tanto que la “luna” habría salido despedida describiendo una espiral. En sus cálculos, Darwin llegó a “situar” a la Luna a unos 9000 kilómetros de la Tierra hace unos 50 millones de anos, pero las matemáticas no le permitieron seguir. Entonces,los días habrían tenido una duración de unas cinco horas. Suponemos pues, que la fantástica historia de Calvino se ambienta aproximadamente en esta época, aunque entonces la escalera tuvo que ser bastante más larga de lo que nos da a entender. 
La teoría de Darwin está prácticamente desechada hoy día. No hay evidencias fósiles de semejante velocidad de rotación (salvando la hipotética “cicatriz” del desprendimiento, que según Osmond Fisher la constituiría el Océano Pacífico), que por otra parte, habría sido responsable del despredimiento de muchos y menores fragmentos, dando lugar a la formación de más satélites. Un momento angular tan grande parece incompatible con la formación de un cuerpo celeste  como la Tierra. Además, las muestras de roca traídas de la luna carecen de hierro, elemento abundante en nuestro planeta. Otras teorías sobre la formación de la Luna, junto a la de George Darwin, serían la “teoría de captura”, la de “acreción binaria”, y la que parece más aceptada hoy día, la “hipótesis de impacto”.
No obstante, en una cosa Sir George Howard tenía razón. La Luna se aleja continuamente de nosotros. La distancia media que nos separa, 384.400 km, aumenta unos 3,8 cm cada ano. Este hecho fue constatado por la NASA en su “experimento de medición láser lunar” 95 anos más tarde. La razón es que al girar el sistema Tierra-Luna en torno a su centro de masas, la Luna ejerce una fuerza de atracción distinta en cada punto de la Tierra al ser esta tan grande. Por ejemplo, en el punto más cercano a la Luna, la intensidad de la gravedad es mayor que en el centro de masas de la Tierra, a su vez mayor que en el punto más alejado de la Luna. Como consecuencia, aparecen las “mareas” que tienden a “deformar” la Tierra, y que afectan no sólo a las aguas sino a la atmósfera y a la parte sólida de nuestro planeta. Las mareas producen un efecto de “frenado” de la rotación de la Tierra, y al mantenerse el momento angular del sistema constante, la distancia Tierra-Luna ha de aumentar.
El “principio de conservación del momento angular”, nos dice que si una partícula se mueve alrededor de un punto sujeta a una fuerza central (es el caso de las fuerzas gravitatorias), y el momento de las fuerzas exteriores es cero (lo que no implica que las fuerzas exteriores sean cero), el momento angular total se conserva, es constante. El momento angular, “L”, es el producto del momento de inercia por la velocidad de rotación. 
Este principio explica por qué una bailarina girando sobre la punta de sus pies, consigue, al extender sus brazos, aumentar su momento de inercia y como consecuencia, girar más rápido al contrarerlos.
Si nuestra Luna, efectivamente, estuvo tan cerca de la Tierra como planteó Darwin (aunque los seres humanos, que llevamos unos 4 millones de anos sobre el planeta, definitivamente no hemos llegado “a tiempo” para verlo), los días habrían durado tan sólo unas pocas horas y las enormes fuerzas de marea habrían provocado terribles terremotos y maremotos, además de actuar también sobre el magma terrestre haciéndolo brotar a la superficie. El botecito de remos del viejo Qfwfq difícilmente habría podido permanecer estable en tales circunstancias, y los terribles vientos y tormentas en la atmósfera de una Tierra girando a muchísima más velocidad tampoco se lo habrían puesto nada fácil. 
Las noches no habrían sido más claras como nos cuenta Calvino, sino mucho más oscuras, porque la parte de la Luna más cercana a la Tierra no se encontraría tan “expuesta” a los rayos solares que ha de reflejar para tener el aspecto actual. Tampoco los días serían igual de “claros” por la sombra “proyectada” por una Luna tan cercana, y ocurrirían eclipses solares con mucha frecuencia. Las intensas fuerzas de marea generadas por la atracción de nuestro planeta sobre su satélite (recordemos que la fuerza gravitacional es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia) probablemente lo irían fragmentando lentamente.
La conductividad eléctrica de la atmósfera depende del número de partículas cargadas por unidad de volumen o “estado de ionización”. El desplazamiento de dichas partículas, que provoca corrientes eléctricas en la atmósfera, se produce precisamente durante las “mareas” atmosféricas, que serían muchísimo más intensas provocando fuertes y frecuentes descargas.
La interacción entre nuestro planeta y su satélite es determinante en cada fenómeno ocurrido en la Tierra, luego la misma sería un escenario completamente distinto si “tan sólo” la distancia de la luna cambiase de forma significativa. Aquí se ha pretendido citar apenas un par de ejemplos para ilustrarlo.
 

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